martes, 26 de noviembre de 2013

Sobre Jorge Luis Borges y el inmortal en El Aleph...

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

El inmortal, Jorge Luis Borges, 1947.



Retrato de Jorge Luis Borges, por Beti Alonso.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Sobre un campeón desparejo, David Burliuk y Adolfo Bioy Casares...


            Frente a la casa de Ercilia no había lugar, de modo que debió dejar el coche en la otra cuadra. Un grupo de chiquilines jugaba al fútbol en medio de la calle. Desde Racing llegaba el clamor de los espectadores del partido contra Huracán. Antes de alejarse, miró a su Rambler y mentalmente le dijo: "Cuídate". No sólo peligraba por los pelotazos del fútbol callejero; en aquella época no era raro que a la salida de un partido los aficionados destrozaran lo que encontraban a su paso. Como tantas veces antes de empezar una visita, se dijo: "Va a ser corta". En Racing ya debían de estar jugando el segundo tiempo.
          ... ...
          Apurado, saludó y se fue.
        "Se diría que todo sigue igual", pensó. "En la otra cuadra todavía los chicos juegan al fútbol. Qué raro, de lejos parecen más grandes." No bien formuló la observación, comprendió: los que jugaban, o corrían, allá adelante, no eran chicos. Eran hombres, cuatro o cinco hombres y un chico. No jugaban al fútbol. Ahora zamarreaban al Rambler, como si quisieran volcarlo. Mientras corría se dijo: "Calma. Nada de peleas", y también: "El que me pareció un chico es un enano. Un enano y cuatro muchachones".

Un campeón desparejo, Adolfo Bioy Casares, 1993.



Don Quixote y Sancho Panza (1947), por David Burliuk. Oóleo sobre lienzo, 9x9 in. Colección particular.

martes, 12 de noviembre de 2013

De habilidades, triunfadores, Julia y Ramón Casas...

«Últimamente estás cambiando mucho», me dice una amiga. «¿Para mejor o para peor?», le pregunto. «Yo creo que para mejor», responde. Y yo sonrío. Parece que mi plan comienza a funcionar. He tardado un poco, pero ya estoy aprendiendo a dominar el funcionamiento de las redes sociales virtuales y no virtuales.

Para triunfar en esta vida, en palabras de García Martín, además de suerte y algún talento, hacen falta tres virtudes de las que yo siempre he andado escaso. La primera, la hipocresía. Yo siempre he sido un maleducado. O decía lo que pensaba, por desagradable que fuera, o lo callaba por timidez, pero lo daba claramente a entender. Ahora le he cogido el gusto a ser hipócrita. Es hasta divertido. Como representar una obra de teatro. La segunda, la falsa modestia. Sólo los que carecen por completo de ambición pueden permitirse el lujo de no ser modestos. Sin modestia no se consigue nada. Sin modestia fingida, por supuesto. La verdadera le vuelve a uno invisible. La tercera virtud, la más eficaz, es la adulación. Con la adulación se llega a todas partes, la adulación abre todas las puertas. Elogia, elogia sin tasa ─me digo─, que no hay elogio tan hiperbólico que no parezca verosímil para el adulado.

Si hubiera sabido esto a los veinte años, ahora sería un triunfador. Bueno, lo que habitualmente se entiende por ser un triunfador. Porque serlo, serlo, de alguna manera lo soy. ¿Qué mayor triunfo que haber hecho siempre lo que a uno le ha dado la gana?


Julia (h. 1909), por Ramón Casas. Óleo sobre lienzo. Colección privada.